Mulholland Drive (2001), de David Lynch

La última (*) y enigmática película de Lynch fui a verla en dos ocasiones diferentes, aunque en la misma sala barcelonesa: el Maldà, uno de los pocos y cristalinos espacios que no han sido cubiertos aún por ese vertido que son las multisalas.

La primera vez Mulholland Drive me produjo cierto desconcierto, ante todo el extraño tramo final; aunque me llevé la seductora impresión de un notable atractivo estético: las estudiadas amalgamas de luz y sombra, el uso de determinados tipos de color (la combinacion entre el negro y un elegante azul oscuro), los personajes y decorados sugerentes y oníricos, ciertos motivos recurrentes de gran magnetismo (las carreteras en sombras iluminadas por faros de automóvil o la pavorosa vista nocturna de la ciudad de los sueños) y otros elementos típicos del cine de David Lynch. A mi segundo visionado de la película acudí ya sin ninguna pretension de entenderla, tan sólo con la intención de dejarme llevar por su suave y vagamente amenazante discurrir onírico (con algún que otro chapoteo de inesperado terror); tambien fui con el ánimo, pues ese dia me sentía sensual, de volver a disfrutar con la contemplación en pantalla grande del maravilloso rostro de Naomi Watts.

No obstante, y aunque no lo esperaba, en esta segunda ocasión me fue posible comprender Mulholland Drive un poquito mejor: cierto entendimiento, cierta revelación fue abriéndose camino, casi sin esfuerzo, simplemente dejando libre la imaginación, más que forzando la razón o el análisis. Pero la película permite tantas interpretaciones como existen soñadores o espectadores; en cierto modo es tan indescifrable como los sueños o como la mente de Lynch, que con esta nueva creación se consolida no ya como un director sino también como un guionista genial y un auténtico soñador de historias. Alguien para quien sin duda las fantasias o ensoñaciones no son menos reales que la llamada (y en exceso sobrevalorada) realidad. De David Lynch tal vez hubiera podido decir Borges lo mismo que escribió (creo) sobre Macedonio Fernández: no permitía que la realidad le estorbara. 

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Frost/Nixon, de Ron Howard

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Ahora que se cumplen 40 años de ese Watergate que convulsionó a la opinión pública estadounidense, recupero un artículo escrito poco después del estreno de la electrizante Frost/Nixon (2008), de Ron Howard.

La película dramatiza con maestría la génesis y desarrollo de las legendarias entrevistas que el periodista británico David Frost le hizo al ex-presidente norteamericano algunos años después de los hechos, en concreto en 1977.

El artículo fue publicado originalmente en Suite y también lo seleccioné en su día para mi colección de reseñas Cine de Red.  Seguir leyendo «Frost/Nixon, de Ron Howard»

Dos frustraciones para Víctor Erice

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Dejando de lado sus varios cortos, la obra del realizador vasco Víctor Erice, gran auteur de nuestro cine, se compone fundamentalmente de tres largometrajes : El Espíritu de la Colmena (1973), El Sur (1983) y El Sol del Membrillo (1992).

Con El Espíritu de la Colmena, Erice rodó una de las películas míticas de la cinematografía europea, rutinariamente aclamada como una obra maestra. Ambientada en un perdido pueblo castellano en 1940, aún humeante la Guerra Civil, es una conmovedora y muy poética historia de iniciación y descubrimiento, a través del prisma de una niña, la magnética Ana (Torrent).

Con El Sol del Membrillo, de 1992, Erice nos entrega un meticuloso e inclasificable “documental”, sobre el proceso creativo mediante el cual el pintor Antonio López va sacando de la nada un cuadro: la representación de un membrillero y sus frutos, bañados por la luz del sol de la mañana. Cine de arte y ensayo tout court.

Junto a estas dos obras, El Espíritu de la Colmena y El Sol del Membrillo, que han cimentado su gran prestigio, es necesario mencionar en la carrera de Víctor Erice otros dos proyectos que no iban a acabar exactamente de acuerdo con las intenciones iniciales del director.

El primero de esos proyectos iba a dar lugar en 1983 a la película El Sur que, a pesar del casi unánime aplauso de la crítica, Erice iba a considerar siempre como una obra que tuvo que dejar “inacabada” contra su voluntad. Tras rodarse unos dos tercios de lo inicialmente planificado, la productora decidió dar por acabada la película.

El segundo proyecto, a finales de los noventa, este sí totalmente frustrado, fue el de la adaptación al cine de la novela de Juan Marsé El Embrujo de Shangai.

Tras El Sol del Membrillo, rodada en 1992, El Embrujo de Shangai parecía destinada a ser la cuarta película del poco prolífico Erice. “Tocaba” ya una película del vasco, que al parecer creaba un largometraje con una media de una década de intervalo. La expectación cuando se conoció el proyecto El Embrujo de Shangai, era máxima en el mundo del cine español. Un cineasta adorado por la crítica, el gran perfeccionista de nuestra cinematografía, volvía a rodar.

Pero la cosa iba a fracasar, una vez más por problemas de lógica comercial y el choque entre el criterio del esteta Víctor Erice y los cálculos financieros (tal vez demasiado conservadores) del productor Andrés Vicente Gómez. (Seguir) 

El Sur

The Night of The Hunter, 1955

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No me canso de ver Night of the Hunter. Es un enfrentamiento entre el Bien y el Mal (nada nuevo) en un entorno pastoral de llanuras infinitas, de cosechas laboriosas, granjas, ríos e iglesias; de gente campestre profundamente estadounidense, como salida de ese American Gothic, la pintura quintaesencial de Grant Wood. El Bien y el Mal, como en Melville, Tolkien o El Génesis. El Mal es aquí gratuito y puro, y no parece consecuencia de la injusticia, la miseria o la desestructuración. Simplemente es: forma parte de la realidad del mundo. Robert Mitchum es un psicópata de Biblia y cuchillo, y que nadie busque una explicación de su maldad criminal. No la hay, o la historia la ignora: el tipo es así. Es su carácter o su naturaleza. Lo percibe rápidamente el espectador en su alucinante monólogo inicial, tras cometer un primer crimen: mientras conduce el automóvil sin techo sobre la llanura hablándole a ese Dios que ahí está, supuestamente colgando en el cielo, escuchando sus razones. Un espeluznante diálogo, a la altura del de Norman Bates y su madre, en una película que aún estaba por hacer.

Mitchum es la compleja (por incomprensible) expresión del Mal. ¿Y el Bien? El Bien es simplemente el de aquellas gentes que viven y trabajan en esa Virginia Occidental de la Depresión, que van a la iglesia con fe de autómatas o sin fe, que conversan y festejan bajo el tórrido cielo del casi medio oeste. Los pequeños hijos de Shelley Winters (dos de los actores infantiles más formidables que se hayan visto en una pantalla) son el «Bien» que escapa, a través de los campos, y de la noche, y duermen en granjas abandonadas, o se deslizan en barca sobre silenciosos lagos nocturnos. Huyendo de ese Leaning on the Everlasting Arm, el aterrador estribillo del reverendo.

Hay momentos de estremecedora poesía en Night of the Hunter. Como ese en que los dos pequeños hermanos escapan por un pelo de Mitchum, empujando la barca un segundo antes de que el reverendo asesino pueda arrojar su corpachón en ella. A continuación, Laughton nos regala unos minutos mágicos, de terrores infantiles, sueño y música. Esa barca moviéndose en la soledad de la noche estrellada, la indefensión de los niños, la inocencia y la voluntad. Un momento Mark Twain, vagamente gótico.

Algo esencial en la increíble (y única) película de Charles Laughton: aquí el Bien sabe defenderse. Quizá porque ser “Bien” es algo abnegado y costoso, un nada fácil ejercicio de autodisciplina, sobre todo en esa Depresión, en esos tiempos difíciles en los que el Mal forzosamente crece. Lillian Gish acoge a los niños fugitivos, ya huérfanos, y planta cara por ellos y por un espacio moral (el suyo), trabajado y que cree recto; lo hace con su Biblia y sus sermones, y con historias y cánticos. Pero también con energía y valor, y con un rifle más grande que ella misma.

Finales

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«Si quieres un final feliz, eso depende, por supuesto, de en dónde detengas tu historia» Orson Welles, 1970

Cierto y el final escogido transforma radicalmente la historia. La rehace y rehace su significado, su mensaje, su estética y sus esperanzas. Coge It is a Wonderful Life, el más delicioso cuento navideño, y córtala en el momento en que James Stewart decide suicidarse, ahí inclinado en el puente sobre el rio resonante y oscuro. Poco antes de la aparición del ángel sarcástico y bonachón.

Coloca ahí el final y arranca los títulos de crédito. Convertirás un cuento de hadas humanista en un angustioso drama nihilista.

Otro: la secuencia final de Les 400 coups. No puedo imaginarla sin ese final. Impregna toda la historia de una felicidad extraña y dolorosa.

El Espíritu de la Colmena, de Víctor Erice

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 En 1973, dos años antes de la muerte del dictador, el director vasco Víctor Erice se las arregló para rodar una de las películas más fascinantes de la historia del cine

La acción se sitúa en 1940, recién acabada nuestra Guerra Civil, cuando tras el trauma, los españoles, como insectos económicos, tratan de continuar con sus labores cotidianas, siguiendo un patrón y un dibujo ancestral. Una colmena, de seres atareados y asustados.

La República, con métodos educativos y buenas intenciones, había intentado dotar de un espíritu a la colmena, que las vidas de las “abejas” se parecieran algo más a auténticas vidas humanas, con la riqueza y complejidad que ello significa. Que la existencia no fuera solo la regularidad antigua del trabajo repetitivo, las jerarquías incuestionables, la lucha por la vida (material) como único criterio, o la banalidad y el sentimiento de culpa de los no pocos zánganos. Pero la República, el experimento de intentar colorear la existencia hexagonal de la colmena, es al final aplastada, con el apoyo o pasividad de bastantes de sus propios “insectos”. Desde ese momento, y sobre todo en los iniciales 1939 y 1940, los días van a ser básicamente trabajo, lucha y miedo. Una alienación rigurosamente pautada. Seguir leyendo «El Espíritu de la Colmena, de Víctor Erice»

A Place in The Sun, 1951

A Place in the Sun (George Stevens, 1951), con Montgomery Clift y una recien florecida Elizabeth Taylor, aparentemente recuperada ya de su violenta pasión infantil por los caballos. El trio protagonista lo completa la pobre Shelley Winters, a quien aqui (como en Night of the Hunter) le dan también para el pelo.

Para quien no la haya visto, A Place in The Sun es algo así como Match Point (W. Allen, 2005), pero con la incómoda intromisión del Código Hays.

El Rey de la Comedia, 1982

Las críticas de cine a veces se esclerotizan con el tiempo, no se actualizan. Se van repitiendo las mismas cosas año tras año, los mismos criterios oxidados. Hay quien insiste aun hoy en que Ciudadano Kane o Potemkim son las mejores películas de la historia del cine. Repasando ensayos o análisis críticos de los años cincuenta, vemos que se decía exactamente lo mismo. Mejor película: Ciudadano Kane, Potemkim, la Gran Ilusion…y blablabla. Y un cuerno. ¿En sesenta años no se ha rodado película alguna que las supere? Me parece muy dudoso. Sí, las críticas se fosilizan. Se convierten en dogmas. En idées reçues. Cada x tiempo hay que actualizarlas. Un crítico desprejuiciado debe voltearlas, ponerlas al dia.

Algo similar pasa con la supuesta mejor película de Scorsese. Treinta años que venimos oyendo que es Taxi Driver. Pues, no. No es Taxi Driver. Es The King of Comedy (1982). Rupert Pupkin es una nueva versión de Travis Bickle: el mismo psicópata reconcentrado, aunque con un registro diferente. Su fijación aqui es otra, pero es el mismo tipo de chalado. Y de una manera asombrosa, en las dos horas de The King of Comedy está apretujada toda la historia de la cultura televisiva y la evolución de ese medio desde 1982 hasta nuestros dias. La película contempla el futuro, dramatiza la historia futura del medio, empaqueta tres décadas en dos horas, alegoriza con vigor y elegancia. Rupert es un personaje horrible y fascinante. Un divertido e ingenioso neurótico. Un enfermo mental muy gracioso.

Y la película una obra de arte, y sí, la mejor de Scorsese. Qué diablos.

El Sur, de Víctor Erice

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En El Sur (1983), se nos cuenta la historia de Estrella, una niña de unos nueve o diez años que vive en una ciudad del norte de España, hacia la década de 1950. A lo largo de la proyección, la niña (Sónsoles Aranguren) irá transformándose en la adolescente Icíar Bollaín. Durante ese tránsito, Estrella intentará, como todo ser humano en esos años cruciales, desmadejar un poco el lio que constituye su identidad como persona, es decir quién es ella realmente. Su padre (Omero Antonutti), con quien guarda una relación muy cercana y de gran complicidad, es una pieza clave para dilucidar el enigma, tan común, de la identidad.

Pero aquí, las cosas no van a ser tan sencillas. Hay enigmas que gravitan en torno al padre y sus orígenes. El padre viene del Sur, de una Andalucía casi mítica vista desde ese norte en el que los personajes residen. Y es de ese “Sur”, de donde el padre huyó por motivos familiares y de pugna ideológica, en el difícil marco de la guerra y la postguerra civil, y su grave fractura. Y en ese pasado del padre, ignoto para Estrella, hay además una misteriosa mujer, una tal Irene Ríos, que al parecer fue su amante. El padre intentará varias veces emprender el viaje de vuelta a ese Sur de sus orígenes. Algunas mañanas sale discretamente de la casa familiar y se marcha a la estación de tren con el ánimo de lograrlo finalmente, pero algo dentro de él le detiene una y otra vez. En el entramado de complicidades entre Estrella y su padre, el Sur va transformándose en un territorio mítico, origen y destino al mismo tiempo. Paraíso perdido y quizá prometido o al menos insinuado.

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Mystic river, de Clint Eastwood

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Mediados de la década de 1970. Tres niños, casi preadolescentes, juegan en una calle de un barrio obrero de Boston. Pierden la pelota con la que jugaban, y como alternativa se ponen a tramar alguna travesura. Una de las ideas es nada menos que la de arrancar un coche y dar un pequeño paseo. Al final optan por una gamberrada más modesta: grabar sus nombres en una pequeña área de cemento aún no solidificado, de una obra del ayuntamiento.

Dos tipos salen de un coche e interrumpen la tarea de los chicos. Pretenden ser policías o algo por el estilo. Se ponen a regañar a los críos con agria dignidad comunitaria. Les preguntan nombres y direcciones. Al final, uno de ellos es introducido en el coche, presuntamente para llevarlo a casa y conversar con su madre acerca de su comportamiento incívico. Los otros dos contemplan atónitos como el coche se aleja.

El drama que los marcará

El extraño asunto se clarifica en seguida, y el drama aflora. Los tipos no eran policías sino pederastas. Cuatro días tendrán a Dave encerrado en un sótano, mientras lo someten a todo tipo de abusos. Logra escapar de algún modo y volver a casa. Pero toda su vida le acompañará el trauma, y algo se habrá roto también en sus dos amigos, los que tuvieron la suerte de no ser metidos en el coche.

Casi tres décadas más tarde, se reúnen de nuevo los tres, ahora cerca de la cuarentena. Han seguido siendo vecinos del mismo municipio durante todos esos años, aunque no profundizaron en su amistad, y sus caminos en la vida han sido distintos. Se reconocen vagamente por la calle, se saludan y poco más. Suele pasar. Aunque en este caso, hay aquella experiencia subterránea que los tres conocen y que los sigue uniendo con un hilo invisible, aunque la hayan alejado de su conciencia.

Jimmy, Sean, Dave: tres psicologías

Jimmy Markum, Sean Devine y Dave Boyle. Tres arquetipos, tres psicologías diferentes. Dave (Tim Robbins), quien sufrió el abuso, está ahora casado y con un hijo pequeño. Sin formación cualificada, se dedica a trabajos precarios. Su entorno, el barrio obrero, no le ha ayudado a ello, y ha carecido de fuerza o recursos para prosperar académica o profesionalmente. Tiene un mundo interior enfermizo, producto del antiguo trauma, aunque se esfuerce por ver la luz y salir del túnel. No ha sido amado. Es dudoso que sus padres, tras la huida de su infierno, lo recibiesen con los brazos del todo abiertos, en ese barrio prejuiciado. Alguien en algún momento dijo, con brutalidad, que Dave era una «mercancía averiada».

El adulto Dave permanece a veces en la oscuridad de su casa, dialogando consigo mismo, recreando ensoñaciones sobre el niño que escapó de los lobos. Tiene diálogos algo sombríos con su hijo pequeño. Una noche vuelve aterrado a casa de madrugada, con sangre y una mano herida y una extraña historia acerca de un supuesto atracador que le atacó y al que, según dice, puede haber matado. Se va volviendo más y más extraño. Su mujer (Marcia Gay Harden) le irá cogiendo un miedo creciente partir de ese momento crucial.

Jimmy Markum (Sean Penn) es alguien que tuvo una adolescencia desordenada, de delincuente juvenil. Pasó en chirona dos años. Fue padre de una niña. Su mujer, con la que estaba muy unido, murió. Casado en segundas nupcias con Annabeth (Laura Linney), tiene con ella dos hijas más. Es propietario y gestiona una gran tienda de comestibles, que cuenta con uno o dos empleados. Tiene unos ingresos estables, y parece bien integrado en la vida de la comunidad. Pero bajo la piel del ciudadano ejemplar, conserva un trasfondo oscuro y violento. Su amor por sus tres hijas y en especial por la mayor (Emmy Rossum ) la que tuvo con su primera y fallecida esposa, es sin duda sincero.

Por su parte, Sean (Kevin Bacon) es el que mejor parece haber funcionado de los tres muchachos. Fue a la Universidad y ha hecho carrera en la Policía Estatal de Massachussets. En lo educativo y profesional es quien ha llegado más lejos, pero también tiene sus neurosis y desarreglos. Su mujer embarazada acaba de abandonarlo. Mientras tanto se concentra en su trabajo.

La tragedia que los reúne

El suceso que va a reunir de nuevo a los antiguos amigos de la infancia, más allá del saludo, va a ser el asesinato de Katie, la hija mayor de Jimmy Markum. Jimmy, que tenía con su hija una relación de gran afecto y complicidad, se sume en una especie de desesperación controlada y fría. Ese oscuro fondo suyo va a salir otra vez a la superficie. Para complicar las cosas, Dave (que vio a Katie la noche de su asesinato) aparecerá como inesperado sospechoso. Mientras tanto, Sean será el encargado de llevar la investigación, y no podrá evitar sentirse implicado a causa de la antigua amistad con Jimmy y Dave. Y del recuerdo de la experiencia que compartieron.

Las vivencias de los tres han sido diferentes, y es diferente su visión de las cosas. Y sus naturalezas de partida quizá lo fueran también, al margen de las trayectorias que vendrían luego. En realidad no se eligieron como amigos, simplemente eran muchachos del vecindario. La amistad, como el amor, es una cuestión no tanto de elección como de oportunidades.

Contemplaremos las fricciones entre ellos, las reservas y malentendidos, a veces también la empatía y el afecto. He aquí el punto fuerte de la película de Clint Eastwood. El estudio psicológico de los personajes, ayudado por unas interpretaciones de antología por parte de los actores, en especial de Sean Penn. Diálogos solventes, exteriorización vigorosa, silencios cargados. Y escogidos momentos de tensión y violencia. La trama detectivesca y noir que tira de la historia es eficaz y con buenos golpes de efecto, aunque quizá no está a la altura del impecable dibujo de personajes y escenario.

«Mystic river,» la permanencia del pasado

El pasado y su permanencia, es protagonista en Mystic river. El pasado nos condiciona con fuerza, y condiciona el carácter mismo que tendrá el presente. Es posible editar y reformular el pasado, si se cuenta con recursos intelectuales o emocionales para ello. No es el caso de Dave ni quizá tampoco de los otros dos. El pasado puede devorarnos si es insidioso y dejamos que crezca en nosotros. Ciertas experiencias tempranas van a determinar con tozudez nuestra identidad. Al igual que Dave Boyle, a veces somos víctimas y encima se nos reprocha con crueldad nuestra condición de tales. Y en frente, están los otros, que pueden ser amigos o enemigos. O indiferentes. Según sople el viento, la naturaleza o el azar.

Publicado originalmente en Suite101: «Mystic river», un clásico reciente de Clint Eastwood | Suite101.net