Ronda del Guinardó (1984), de Juan Marsé

Al noreste de Barcelona, en el barrio de Horta, discurre la Ronda del Guinardó. Históricamente esta vía se diseñó para conectar el céntrico barrio del Ensanche con los municipios periféricos anexionados por Barcelona en 1897. Hoy es un tranquilo y agradable paseo ¿Pero cómo era en los años cuarenta? Juan Marsé (1933-2020) nos invita a sumergirnos en ese tiempo y ese espacio con una intensa y brillante novela corta.

Ronda del Guinardo fue escrita en 1984, pero Marsé nos retrotrae cuatro décadas y nos lleva exactamente al 8 de mayo de 1945, en plena postguerra civil española y con los ecos del final de la Segunda Guerra Mundial. El autor nos dibuja una Barcelona lúgubre que sin duda nos hará evocar imágenes neorrealistas à la Rossellini o De Sica, y es en este escenario donde el Inspector y Rosita, los dos protagonistas, van a adentrarse en el «corazón de la tinieblas».

Ambos bajan la Ronda del Guinardó en dirección al depósito de cadáveres en el que Rosita ha de identificar al individuo que posiblemente la violó dos años atrás. El Inspector (a quien Marsé no da nombre) está ya próximo a la jubilación y su ánimo parece tan sombrío y exhausto como el escenario desarbolado que le rodea. Por su parte, Rosita es una preadolescente de inocencia en rápida disolución, ya resabiada y algo cínica. A estos dos resulta casi inmediato atribuirles dos de las caras (de las muchas) de la Barcelona de 1945. Por un lado cierto carácter decrépito: el desolado agotamiento de un ciclo histórico simbolizado por la ruina material que se ve por todas partes; por otro el nacimiento de lo nuevo, que se abre paso con voluntad y energía, pero también con dobleces y añagazas.

Barcelona es una de las ciudades más visitadas del mundo pero, junto a sus espléndidos highlights turísticos, no estaría de más (al menos para los propios barceloneses) conocer también algo de su pasado, y de sus páginas más góticas. Ronda del Guinardó es una breve e intensa inmersión en algunas de esas páginas.

Foto: Ronda del Guinardo, Juan Marsé. Seix Barral Biblioteca Breve, Barcelona 1984.

Genios: Cien mentes creativas y ejemplares, de Harold Bloom

Hablar de «genio» es hoy políticamente incorrecto, como todo lo que ponga el acento en el individuo, o en aquello que en otro tiempo hubiéramos llamado, de manera apasionada, la «individualidad heroica». No obstante, por completo a contracorriente y con una asertividad intelectual nada común, Harold Bloom defiende el concepto de genio. Proclama con energía que las obras de Shakespeare no fueron creadas por «las fuerza sociales del Renacimiento inglés» (como afirma el actual comisariado cultural), sino que fueron obra exclusiva de un individuo único: justamente el bardo de Stratford. En el entorno político y académico de hoy día, de culto obsesivo al colectivismo, Bloom se atreve a reivindicar la originalidad cognitiva del individuo genial, su energía lingüística, su excelencia estética. El genio sobrevive a los siglos porque de algún misterioso modo logra tocar la esencia de lo real, dar cuenta precisa de la naturaleza humana y de los asuntos humanos, al margen de las oscilaciones de la cultura. Y, transcurrido el tiempo, acaba enterrando a sus enterradores.

Sin duda, el genio, un genio concreto, puede desvanecerse durante un tiempo, oscurecido por un clima intelectual adverso. Pero una vez transmutado ese clima (los climas culturales se transmutan y cambian, y en rápida secuencia), el genio siempre vuelve, y recupera su centralidad e importancia. Montaigne es un ejemplo de lo anterior. Nuestra época se dedica a la exaltación de pequeños colectivos políticamente construidos, y no parece probable que una época así mire con excesiva simpatía a un tipo, Montaigne, que celebra constantemente la emancipación del yo, y su esclarecimiento. Montaigne va a desvanecerse por algún tiempo y esto ya lo previó el propio Bloom en 1994, en su aguerrido y soberbio Canon Occidental. Pero el primer (y todavía mejor) ensayista volverá. Es demasiado fuerte como para no volver.

Estas oscilaciones no le suceden tan sólo a los gigantes, también a genios de tamaño algo menor. Pensemos por ejemplo en David Herbert Lawrence (1885-1930). Hasta mediados de siglo XX, Lawrence fue considerado una especie de pornógrafo y su Lady Chatterley estuvo proscrita en Inglaterra nada menos que hasta la década de 1960 (*). Hoy la intelectualidad literaria vuelve a fruncirle el ceño a Lawrence, aunque ahora los palos le lleguen desde el otro lado del espectro político: no gusta al actual puritanismo feminista. Pero Lawrence es un narrador de genio, y acabará regresando. Las jerarquías estéticas existen, no todo tiene el mismo valor, y también en Genios Bloom lo proclama sin remilgos. El valor estético ha de ser el requisito fundamental para la valoración crítica de un autor, y no su grado de compromiso social o político o su supuesta capacidad para crear buenos ciudadanos.

En Genios, Bloom repasa a 100 individualidades para él geniales, de los últimos dos milenios y medio. Junto a los inevitables Chaucer, Shakespeare, Dante, Cervantes, Goethe, Montaigne o Molière, están también Byron, Hölderlin, Keats, Leopardi, Balzac, Dickens, Flaubert, Emerson, Whitman, Dickinson o Melville, pasando por Twain, James, Cather, Rilke, Mann, Joyce, Lorca, Beckett o Borges. Al igual que en El Canon Occidental, Bloom insiste en su idea (siguiendo a Giambattista Vico) de la sucesión de eras en la historia intelectual humana: la teocrática (edad antigua), la aristocrática (hasta el XVII), la democrática (XVIII-XIX) y la caótica (la nuestra). Bloom opina además que vamos derechos hacia una nueva edad teocrática. El clima intelectual de este comienzo de milenio, cada día más constreñido, ya vagamente tiránico y sacerdotal, nos hace sospechar que podría tener razón.

Bloom, como lo fuera Borges, pertenece a un cierto tipo de intelectual aristocrático, cuyo modelo es Montaigne o Emerson, constituido en auténtico campeón del yo y su cultivo en soledad, y de la autoconfianza emersoniana. El crítico estadounidense desprecia esa Escuela del Resentimiento cuyos pequeños tiranuelos han tomado el mundo académico. Su magisterio no es otro que el de Samuel Johnson, dios de la crítica literaria. La literatura y sus genios jamás nos harán mejores ni más buenos. Pero sí harán de nosotros individuos soberanos y autoconscientes, seducidos ante todo por la excelencia estética y el reto de los placeres difíciles.

(*) El Amante de Lady Chatterley fue publicado por primera vez en Florencia en 1928, aún en vida de Lawrence. Desde 1932 corrieron versiones inglesas expurgadas y subterráneas. En 1960 Penguin Books publicó la versión original inglesa, al fin sin censuras, lo que le valió nada menos que un juicio por obscenidad. El resultado le fue favorable a la editorial. Por tanto, sólo a partir de 1960 pudo leerse el original de Lady Chatterley libre de censuras.

Pic: Genios, Un Mosaico de 100 Mentes Creativas y Ejemplares, Harold Bloom. (2001). Edición de Anagrama.

La Transmigración de Timothy Archer, de Philip K Dick

Acabo de terminar la última novela que publicó en vida Philip K Dick (1928-82): La Transmigración de Timothy Archer, en 1982. (Si bien no la última que escribió, pues todavía dejó otra inacabada). Había leído ya varias novelas suyas, y la impresión que solía causarme era la de un autor de ideas y tramas poco menos que geniales, pero con un estilo algo descuidado.

Un ejemplo extremo de la irregularidad (brillante irregularidad) de Dick podría ser Time Out of Joint (1959), en que tras una primera parte espléndida, sigue una caída poco menos que en picado hacia la segunda mitad del libro. Aun así, una novela irregular de Dick supera buena parte de lo que se haya publicado en el género fantacientífico (o, simplemente, fantástico).

Y es por ello, por esta habitual irregularidad, por lo que me sorprendió La Transmigración de Timothy Archer. En esta ocasión, la genial inventiva de Dick se ve acompañada por un impecable y cuidado acabado literario, con un contexto sorprendentemente libresco, de resonancia casi borgeana.  

Y esto me lleva a pensar en el impresionante escritor en que se hubiese convertido Dick a lo largo de los ochenta y noventa de no haber muerto en aquel 1982, con sólo 53 años, en plena madurez creativa. Esa combinación de acabado literario y agilidad visionaria hubiese dado lugar a algo pocas veces visto. Una auténtica gema. La Transmigración de Timothy Archer nos permite tomarnos en serio la afirmación de Ursula K Leguin de que “Dick era nuestro Borges”, a pesar de que Harold Bloom rechazase tal afirmación.

Dick deploraba no poder salir del gueto de la literatura de género. Consideraba que parte de sus penalidades procedían de ahí. Hubiera anhelado ser considerado un autor mainstream. Sospecho que de seguir vivo y en activo 15 o 20 años más, hubiera podido escribir obras de tan alto nivel literario que la crítica (o el establecimiento cultural) no hubiera podido seguir ignorándolo. Tal vez hubiera logrado ponerse a la altura de Pynchon o Auster.

Aún así, Ubik (según muchos su mejor novela) sí parece haber dado el salto al mainstream literario. En 2005, los críticos Lev Grossman y Richard Lacayoime la incluyeron para la revista Time entre las 100 mejores novelas en lengua inglesa del siglo XX, en concreto del período 1923-2005. Y en 2009, The Library of America editó en tres lujosos volumenes 13 de sus obras.

Sin duda, a Dick puede augurársele una cómoda supervivencia a lo largo del siglo XXI. Uno de sus grandes temas, la naturaleza de la realidad, va a ser también uno de los grandes temas de la civilización humana en las décadas que vienen.

(Imagen: Philip K Dick con gato, 1977/ Philip Hupp)

Parentesco (1976), de Octavia E. Butler

Dana es una joven negra que vive en la California de 1976. Parece haber alcanzado su sueño: convertirse en escritora. Se ha mudado a un nuevo apartamento con Kevin, su esposo (blanco) con el que acaba de casarse. (Kevin es también escritor, aunque él ha alcanzado ya cierto éxito). En su nuevo hogar, y mientras conversan, agradablemente ocupados colocando en los estantes sus muchos libros, de repente Dana parece sentirse mal y experimenta una especie de mareo. Atónito, Kevin la ve disolverse ante sus mismos ojos, para volver a materializarse mágicamente unos minutos después.

Tras resurgir, Dana parece hallarse profundamente conmocionada; y le explica a Kevin una peripecia de lo más alucinante: Mientras desaparecía, perdió de vista la habitación en la que apilaba libros para pasar a encontrarse en un entorno natural, rodeada de verdor, de hierba y árboles. A cierta distancia, ve un río en que un niño blanco y pelirrojo parece estar ahogándose. Todavía aturdida y confundida, Dana se apresura a intentar salvarlo.

¿Qué le sucedió a Dana? Bueno, al parecer, lo que se produjo fue una especie de perturbación del espacio-tiempo. Y allá donde ha sido incomprensiblemente transportada, según descubre más tarde, no es California, sino algún lugar de Maryland. Es decir, a unos 4000 kilómetros de distancia hacia el este. Y sobre todo, ya no era 1976, sino 1819 (!).

El nombre del pelirrojo es Rufus, quien también resulta ser un lejano antepasado de Dana (¿quizá a través de la violación de alguna esclava negra?). Tras este primer suceso, la perturbación del espacio-tiempo se repite en otras ocasiones; Dana llega a comprender que a partir de ese momento se ha establecido una extraña conexión entre ella y Rufus. En efecto: cada vez que Rufus se mete en problemas (lo que sucede con cierta frecuencia) o en una situación que amenaza su vida, Dana retrocede bruscamente en el tiempo, desapareciendo de la California de 1976, y es enviada a esa plantación de Maryland de 1819, o a sus inmediaciones. Una plantación que pertenece al padre de Rufus y en la que los esclavos negros viven, trabajan y mueren.

En cada nueva ocasión en que Dana es enviada de regreso a ese Maryland anterior a la Guerra Civil pasará allí un período más largo. La primera vez fueron horas; pero llegarán a ser meses; Dana tendrá que aprender no sólo a sobrevivir en la plantación, y en una época en la que su piel negra le comporta opresión, padecimiento y falta de libertad, también a darle sentido a la experiencia, en tanto que mujer libre del remoto futuro.

Dana experimenta la brutalidad de la década de 1820, un tiempo en el que un grupo de gente era dueño de la vida de otro grupo de gente. El contraste con su propia época le da al pasado un agresivo y llamativo relieve, hasta el punto de que 1819 nos parece más real y tangible que el (comparativamente) tranquilo 1976. El lector siente el mismo shock. La inmersión en 1819 resulta realista. Junto con Dana, sentimos también la aspereza de 1819, de aquella Maryland pre-Secesión.

Kindred se publicó por primera vez en 1979. Para mí, que hasta hora no la conocía, se trata del hallazgo del año, o hasta de de la década.

(Foto: Parentesco, de Octavia E. Butler. Capitán Swing. Madrid, 2018).

Georg (Trakl)

Él tenía 10 años. Grete, su hermana, 5. Ambos tenían los mismos ojos profundos y escrutadores. Jugaban juntos. Imaginaban juntos. Cuando él miraba los ojos de ella, era como verse a sí mismo unos instantes en el pasado. Y para ella, él era su futuro inmediato. Existían con sólo segundos de diferencia.

Gradualmente fueron pasando de lo imaginario a lo físico. Al contacto. Como niños, no eran conscientes del horror social de aquello en lo que se adentraban. En medio de sus juegos, recurrieron a lo simbólico. Ella tumbó una muñeca sobre un cojín. Él cogió un sable del desván, con el que atravesó la muñeca. Ese ritual los acabó de introducir en su creciente e íntima perversidad. Se las arreglaron para seguir siendo niños, cargando una culpa cada vez mayor.  

Llegó la adolescencia, y la joven edad adulta. Él, siempre desencajado. Sólo los psicótropos, la droga y el alcohol, le hacían la vida habitable. Se decidió a estudiar Farmacia por una razón muy simple. Deseaba un acceso rápido a las drogas. A la morfina. A la cocaína, el polvo blanco tan elogiado por Freud. La droga no sólo lo ayudaba a vivir. También a crear, a acelerar su capacidad verbal. De su pluma brotaba un expresionismo salvaje. Y la sombra de su hermana aparecía en sus versos feroces. Leía. A Rimbaud, a Hölderlin, a Baudelaire, a Strindberg.

La vida, siempre odiosa. Aborrecía los empleos. En una ocasión se despidió de uno a las dos horas. Visto por los otros, se mostraba reservado y compuesto. El alcohol nunca lo tumbaba, pero confería a sus palabras un filo cortante.

Luego llegó una guerra, enorme e inesperada. Una guerra increíble. Lo alistaron como farmacéutico militar. Toda aquella crueldad absurda acabó de enloquecerlo. Mientras tanto, Grete se casó y divorció. Y tuvo un aborto. El primer año de la guerra sería el último de su vida. Un día de noviembre de 1914, con 27 años, tomó una sobredosis de su polvo blanco. Muy poco después, en 1917, a su suicidio le siguió el de Grete.

¿Dos existencias trágicas? ¿Absurdas? No lo sé. Pero el arte, el verdadero arte, puede necesitar partos muy difíciles.

Ana Frank: La Creación de una Obra maestra, de Francine Prose

Muchos lectores, tal vez la mayoría, piensan que el Diario debe su fama a la tragedia de su autora. Si Ana hubiese sobrevivido, ¿tendría entonces su libro la misma fuerza y relevancia? ¿Sería tan famoso, gozaría de tan larga posteridad? Así es, o debería ser, argumenta Francine Prose. Estamos ante una gran obra, al margen de su trasfondo dramático.

Recordemos que Ana, junto a sus padres, su hermana y otras cuatro personas, pasó escondida más de dos años en un anexo secreto de las oficinas del negocio de Otto Frank (padre de Ana) en Amsterdam. Finalmente (4 de agosto 1944) fueron descubiertos y deportados. De los ocho, sólo Otto sobrevivió. Anna tenía sólo 13 años cuando comenzó su “diario”, pero Prose argumenta que era ya una escritora de genio, o en rápido tránsito a serlo.

¿Suena esto exagerado? No parece que la narrativa haya sido lugar para los genios adolescentes. Tal vez la poesía sí, e incluso esta ha dado tan solo algún que otro nombre, como Rimbaud. En cambio, la narrativa parece plantearnos otras exigencias al margen de la exclusiva creatividad visionaria del genio poético: aquí es necesaria la experiencia, los años y las lecturas, y sólo así es posible incubar y desarrollar una voz propia. Y eso incluso suponiendo que tengas lo que Bloom llama «originalidad cognitiva». Pero Anna Frank sería, según Francine Prose, una especie de joven genia de la narrativa. En su texto muestra originalidad cognitiva y un extraño oficio, increíble en una casi niña.

Según leemos en La Creación De una Obra maestra, el Diario no fue ni mucho menos un éxito desde el primer momento. Intervino la astucia de Otto Frank, el padre de Ana (que vivió hasta 1980), y fue el albacea e incansable defensor de su legado y memoria. La astucia comercial de Otto y su inteligente edición del texto ayudó desde luego a su futuro estrellato. Aunque la respuesta inicial al Diario de los lectores en Holanda y Alemania fue más bien escasa. No sería hasta ya entrada la década de los 50 cuando el libro empezaría a venderse con fuerza, y a convertirse en el icono legendario que es hoy.

Fue crucial, para su popularidad, la versión cinematográfica de 1959. La mismísima Audrey Hepburn (nacida también en 1929 como Anna, y también holandesa) fue propuesta como una firme candidata al papel. La Audrey de Roman Holiday había fascinado a Otto, que fue invitado a conversaciones en la villa suiza de la actriz. Pero esta acabó declinando el papel, parece ser que por razones de memoria biográfica.

Pero igualmente la Anna Frank futura iba a ser modelada según el imaginario estadounidense, suerte de heroína adolescente de los años 50. Tanto es así, que ante esta Ana Frank icónica de la cultura popular, uno casi piensa en ella como en un personaje de Nicholas Ray. (Por cierto, Natalie Wood también sería candidata al papel).

Leyendo el Diario, impacta recordar que fue escrito durante dos años de encierro en un escondrijo de Amsterdam, y sobre todo lo que sucedió una vez las dos familias fueron descubiertas (tras una delación todavía hoy misteriosa). Pero en realidad no estamos ante un diario, sino más bien ante una una narración o novela que adopta una forma diarística, si bien se basa fuertemente en una serie de personajes reales. Ana es por tanto una escritora auténtica, no una simple diarista adolescente

Es sabido que el ministro de educación holandés, en una alocución radiofónica desde el exilio, invitó a los ciudadanos holandeses a dejar testimonio de aquellos difíciles tiempos, hasta donde fuera posible, recalcando la importancia que tendrían los escritos (cartas, diarios, papeles diversos). Al oírlo, Anna sin duda comprendió de inmediato que su diario en curso podría contribuir a esa causa, y pensó en una posible posteridad, en futuros lectores. Ella y también el resto de los habitantes del anexo. A partir de ese momento, Ana iba a dedicar sus esfuerzos a pulir y mejorar su escrito.

De hecho, y como resultado, hoy existen tres «diarios» diferentes, según leemos en el libro de Prose. El diario a, con las entradas originales de Ana en «tiempo real» entre los 13 y los 15 años; el diario b, que es el escrito editado por Otto Frank a partir de las hojas dejadas por Ana tras la detención; y finalmente el diario c, que es la versión de la propia Ana a partir de las correcciones y mejoras estilísticas de las entradas originales. Esta versión «c» incluye por tanto entradas «retocadas» por la Ana de 15 años, pero originalmente escritas por la Ana de 13 y conservando la fecha original. (Esto recuerda lo que hizo, a mucha mayor escala, Josep Pla en su Quadern Gris, readaptando su diario de 1918, cuando contaba 21 años. A pesar de las fechas de las entradas, no es el Pla de 21 años quien en realidad habla, sino el Pla sexagenario de la década de 1960, que rescribe y recrea el diario).

Prose insiste en que el Diario no es un diario, por mucho que fuese publicado inicialmente con el título Diary of a Young Girl. Es en realidad una obra literaria que adopta la forma de diario, basada en vivencias de una autora con talento para la descripción de personajes y la creación de ambientes. Una escritora de genio en ciernes, y no solo, aunque también, la crónica diarística de una situación trágica. Ana nos ofrece el espectáculo narrativo de un cambio: el paso de la niñez a una madurez vertiginosa. Ese espectáculo ha sido raras veces recogido por la literatura, y el diario nos lo muestra en todo su esplendor, gracias al talento de su autora. Según Francine Prose estamos ante una gran obra literaria.

En este sentido, Miep Gies, una de las protectoras holandesas de la familia, nos refiere una anécdota muy reveladora sobre Ana Frank. Tanto Ana como sus siete compañeros llevaban ya un tiempo recluidos en el anexo, y Miep Gies solía visitarlos diariamente. Según nos cuenta en su libro Recordando a Ana Frank, en una de aquellas ocasiones, había entrado en la habitación de Ana a la que sorprendió en la mesa, escribiendo. Ella no pareció haberla visto y al cabo de unos instantes se volvió para marcharse. Entonces Ana levanto la vista del papel y la descubrió. Miep nos cuenta como, y a pesar del camaleónico repertorio de expresiones de la joven, le vio entonces un rostro enteramente nuevo, con una especie de concentración sombría y de rara intensidad, como en un ensoñado aturdimiento. Allí, sentada y escribiendo, parecía otra persona. «Me sentí traspasada por sus ojos y me quede sin habla».

Francine Prose recalca que Ana Frank, al escribir, era en efecto otra persona. Una escritora fuertemente arrebatada por su mundo interno. Y aquella mirada que Miep Gies le descubrió no era otra que la de una escritora a la que interrumpen.

Solaris, de Stanislaw Lem

Solaris, novela publicada en 1961 por Stanislaw Lem. Filmada por Tarkovsky (1972) y Soderbergh (2002). Es una obsesión personal. Una novela es una ventana a un universo. Pero fuera de foco, fuera de las estrictas páginas que recogen sólo una parte, está la inmensidad del resto del universo que esas páginas invocan. ⠀

En la novela se nos presenta una masa planetaria cubierta por un inmenso océano. Existe una colonia terrestre en una base científica suspendida sobre el planeta. Pronto se revela que el planeta, o su océano, parece estar dotado de conciencia. Se trataría de un increíble ser vivo, inclasificable. Y va a constituir un auténtico impacto sobre la cultura humana. ⠀

Los terrestres llamarán Solaris al planeta oceánico. A lo largo del siglo transcurrido entre su descubrimiento y la llegada a la base del psicólogo Kelvin se ha ido desarrollando un denso objeto de estudio: la Solarística. ⠀

Un planeta vivo o consciente. Se descubrirá que es además capaz de generar criaturas vivas tras escarbar en el contenido de las mentes de los terrestres. Así a Kelvin, en la oscuridad de su habitación en la madrugada, se le aparece su esposa Hari. Muerta por suicidio hace años. ⠀

¿Hari? Pero en realidad, ¿qué clase de ser es este? Los «visitantes» no son alucinaciones. Son seres materiales, con toda su complejidad humana y capacidad de raciocinio. Pero su unidad material básica son los neutrinos, y se vuelven inestables fuera de Solaris. Son arrojados a la existencia por el Océano, moldeados a partir del material psíquico de los terrestres. Sus recuerdos, sus idealizaciones, sus errores, sus sueños. ⠀

El Planeta extraño juega con el corazón de los humanos. Con un propósito desconocido. Nadie sabe si indaga en nosotros con el fin de comunicarse y comprendernos, o bien nos tortura al azar, como un niño martirizando un insecto. ¿Qué clase de organismo y de consciencia es este alucinante Océano? ⠀

Pero no puedo dejar de pensar que incluso en la Tierra, los demás, en nuestras mentes, también son sólo nuestros constructos. Nuestras creaciones. Como las criaturas de Solaris. ⠀

Virginia (Woolf)

Toda su vida fue una fuerte oscilación, un inacabable vaivén entre la euforia y el abatimiento. Trastorno bipolar, llamarían después a aquello los psiquiatras. Cuando tenía 13 años, su madre murió. Y se le metió en la cabeza que ella era la culpable. La misma idea que cien años antes había torturado a otra joven inglesa, creadora de un ser monstruoso de gran complejidad moral. 

Poco después moriría su hermanastra Stella, que le hacía las veces de madre. Luego le tocaría el turno a su padre. Y ella quedó a solas con una familia todavía extensa. 

Pero los muertos no desaparecieron. Su padre y su madre seguían ahí. Durante las fases maníacas los escuchaba con una claridad espantosa. Se la oía conversar con ellos. Esos fantasmas le hablaban de forma perentoria, enérgica. Ella veía hasta el movimiento de sus labios. En aquellos períodos de exaltación, notaba un torrente de ideas bullendo en su mente hasta casi arrastrarla.

Luego, en momentos de sosiego, desarrollaba historias y personajes de mente torturada, como la suya. Críticos y psiquiatras verían luego esos textos como ventanas alucinantes a su interior. 

Tras casarse con Leonard, llevó una vida social extrañamente intensa. Su barriada londinense daría nombre a un grupo legendario. Se volcaba en la escritura. Pero la visión de su cuerpo en el espejo seguía avergonzándola, sin causa alguna. 

El lenguaje era una defensa entre ella y la brutalidad de los objetos, y la de los seres. Algo crucial. Las palabras la protegían frente a un mundo exterior siempre incomprensible y hostil. La tragedia no llega con la muerte, sino con el colapso del lenguaje. Y llegó un día en que las palabras colapsaron. Y se quedó sin defensas. 

En su cabeza, seguía oyendo voces. La idea del suicidio la acompañó hasta el final. El último año, caían bombas desde un increíble cielo encarnizado. El mundo llegaba a su fin. 

La víspera volvió a escuchar con intensidad a los muertos. Por última vez. Puso algo de orden en los millares de libros heredados de su padre. Escribió una carta a Leonard. 

Luego caminó hacia el río. Hacia el agua, siempre símbolo de la naturaleza, horrible y distante, ahora ya sin nombre.

12 Reglas para Vivir, Jordan B Peterson

Hay una frase que Evelyn B. Hall puso en boca de Voltaire aunque el parisino nunca la pronunció. “Detesto lo que dices, pero daría mi vida por tu derecho a decirlo”. Pienso que la frase, aunque mal atribuida, es el espíritu mismo de la Ilustración. Del “atrévete a pensar”. A mostrarte, a ser. 

No parece que muchos “ilustrados” actuales la hagan suya. ¿Somos fieles hoy día a la Ilustración o la hemos traicionado? ¿Buscamos aproximarnos a la verdad del ser humano, del mundo? ¿O preferimos renunciar a la misma noción de “verdad” y así poder envolvernos en un cómodo wishful thinking ideológico?  

Peterson es un Voltaire del XXI. No tiene el sarcasmo ni la mala leche del parisino pero sí su asertividad. Defiende de manera enérgica (y honesta) su postura intelectual, y ello frente a unos críticos a menudo feroces e intolerantes. Personajes que no sólo han renunciado a defender el derecho del otro a emitir una opinión “detestable”, sino que además están dispuestos a machacarlo. 

Para estos dogmáticos, Peterson se ha convertido en una bestia negra. Tergiversan sistemáticamente lo que dice, lo atacan ad hominem. ¿Qué crimen mental comete Peterson? Pues ejercer de liberal clásico al estilo británico. Y esto, para algunos, lo convierte en un peligroso ultraderechista. 

12 Reglas Para Vivir se compone de ensayos desarrollados a modo de consejos vitales. Estos “consejos” remiten a las mejores mentes de Occidente. (Exalta, por ejemplo, la sobrehumana profundidad psicológica de Dostoievski). Peterson también invoca su experiencia personal, a veces trágica. A ello une las evidencias de la más avanzada psicología evolutiva. Al escoger entre Ciencia e Ideología, el autor no tiene dudas. 

Peterson emplea términos como Dios y Ser. Su uso es ante todo simbólico. El “Ser” es la naturaleza humana. “Dios” es el Universo. El Dios de Peterson es, si acaso, el panteista de Spinoza o Einstein. Es tan sólo el nombre que damos al Universo o a la Naturaleza. Y su “voluntad” son sus leyes. 

12 Reglas funciona como la llama en la oscuridad de Carl Sagan. Esa que nos permite orientarnos en las densas tinieblas de un siglo de dogmas y rigideces ideológicas. A menudo llamativamente falsarias.

Hacia La Comprensión de Europa, de Christopher Dawson

Hubo un tiempo en que el pensador anglo-católico Christopher Dawson (1889-1970) tenía prestigio e influencia en el debate sobre Europa. Su prestigio sigue intacto, por supuesto. No puede decirse lo mismo de su influencia, hoy casi nula.

Hacia la Comprensión de Europa es un ensayo publicado en 1951. Era aquel un momento crucial en la historia del continente, tras dos incomprensibles carnicerías casi seguidas; y la definitiva destrucción del espléndido optimismo del XIX. Europa ya no era el centro del mundo. Ahora era tan sólo una pequeña península asiática, disminuida y partida por la mitad. Atrapada entre dos bloques salvajemente antagónicos.

Dawson reivindica una Europa basada en sus raíces e identidad, en su formidable legado cultural. Su historia, su tradición literaria, su pensamiento, su arte. Según Dawson, sólo afianzando y reivindicando esa identidad fundamental, podrá Europa salir adelante como proyecto viable y sólido.

En Europa (de hecho en todo Occidente) es hoy día imposible reivindicar dicho legado sin ser inmediatamente estigmatizado. Europa ha quedado reducida a unos fantasmáticos “valores” que, al poder ser potencialmente asumidos por cualquier otro colectivo, no pueden en modo alguno bastar para definir una comunidad política determinada. Y menos frente a otras grandes culturas vecinas, mucho más asertivas y desacomplejadas. 

¿Y el Brexit? Pues fue una catástrofe. La pérdida de Inglaterra (y Escocia) es mucho más grave de lo que se nos dice. Es dudoso que pueda existir algo parecido a “Europa” sin ese país, crucial para entender la historia del continente y su evolución.

Se podrá o no estar de acuerdo con Dawson. Pero el debate sobre el camino que ha de tomar Europa va a resurgir una y otra vez en el futuro. Por mucho que se nos trate de escamotear, o darlo por concluido con supuestos “consensos” ideológicamente sesgados, a años luz de ser unánimes. 

Pic: Hacia La Comprensión de Europa, de Christopher Dawson. Unir. Madrid, 2020.