Vagabundeos parisinos (2)

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Durante las cuarenta y ocho horas siguientes seguí mi procedimiento habitual para meterme una ciudad extranjera en el bolsillo: desgastar mis botas sobre su suelo; sumergirme en su atmosfera humana. Embutir dos meses en dos dias. Al menos vi el 60 %, tal vez más, del Paris esencial de las guias turísticas. O sea: pasé la mano por el sesenta por cierto de la piel parisina: Orsay, Louvre (los edificios), Plaza de la Concorde, Plaza de la Bastilla, hiking a lo largo del Sena, el Arco de Triunfo, los Campos Elíseos, la extraña Torre de metal levantada en 1889 y que aterrorizaba a los estetas parisinos, la Ópera y el café de la Paix, el barrio de Montmartre….Me dejé, eso sí, los cementerios: Montmartre, Montparnasee, Pere-Lachaise (el de los muertos más bonitos: Jim Morrison, Oscar Wilde).

Me tumbé -los pies desollados- sobre Le champ de Mars, extensión verde que une la Torre metálica con la Escuela Militar, rodeado de parejitas y bandadas de japoneses desgastando y tal vez debilitando con sus flashes la estructura de la Torre -cualquier dia se viene abajo. Me puse un CD de Brel, abrí las páginas del Sentimental Journey, de Sterne (que recoge sus aventuras en Francia e Italia) y me puse yo también a contemplar la Torre, como todo el mundo. Más tarde, avancé hacia la Escuela Militar: una remolino de japoneses fotografiaba convulsamente la torre metálica desde la distancia; el monstruo, incluso en la lejanía los hacía chillar como gallinas. Daban bonitamente la espalda a la Escuela, que no hay que ser un genio para ver que arquitectónicamente es superior a la Mole que lo enfrenta.

Al dia siguiente contemplé el Arco de Triunfo, sentado en un banco, junto a un anciano que también lo devorava con los ensoñados ojos (¿vería a Napoleón en Austerlitz, tal vez a los aliados que desfilaron bajo el arco en 1919 y 1944, recreaba acaso a los nazis, que les encantaba fotografiarse allí y en la Torre?). Yo también bajé por los Elíseos, cuando me cansé de contemplar el Arco y sus inscripciones. El problema allí, es que no sabes donde ir. Me llegué de nuevo a las cercanías del Sena, al Louvre, a la Plaza de la Concordia, me interné en la ajardinadas Tullerías, donde me recosté durante un par de horas al sol. Luego, vagabundeé hasta Montmartre: no vi nada tópico allí, nada bohemio. Decepcionado, avancé hasta la Ópera: sus escalinatas estaban atestadas, también el café de la Paix, donde no logré una silla. La logré una calle más abajo, en la que se me endosó un café au lait por 6, 20 euros. Es lo que tiene París: cada monsieur, cada merci te vale un euro. Deshollado el muslo sobre el que se recuesta mi cartera, hube de lamentar que para colmo aquel no fuera La Paix, desde el que al menos podía verse la Ópera, y la totalidad del mundo como aquellos en el XIX, sin moverse de la silla, sin despegar la tacita de los labios.

El dia anterior, el alojamiento había sido una agradable sorpresa; para un tipo que ya va acostumbrándose a los hoteluchos con baño compartido. No me importa hacerle publicidad: su nombre es Balladins. Me dieron el código de una habitacioncita generosa a la que daba un pasillo; tenía un lavabo individual, con inodoro y ducha. 44 euros. Barato para la Ciudad de la Luz. El problema: que el hotelito no estaba exactamente en París, sino en las afueras, en una poblacion residencial llamada Epinay-Sur-Seine. Hube de enfrentarme al horror del metro de París -solo comparable al de Londres- y luego coger un tren de Cercanías (RER) para llegarme hasta la localidad.

Tres días no dan para más. Viajar solo no esta exento de atractivos, pero uno acaba aburriéndose. Aunque lo que pise y trasiegue sea París.

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